domingo, 8 de septiembre de 2013

espacio de expresión - el detalle

Llovía con esa furiosa tristeza agitada de las mañanas de invierno en Buenos Aires  a la hora en que los que trabajan marchan apurados, los que simulan trabajar marchan más apurados porque quieren ser los primeros en hacer nada, mientras otros  descansan plácidos disfrutando no tener que estar en la calle en ese mismísimo instante, donde truena, relampaguea, se ahoga la ciudad en su río y  la gente maldice su suerte mientras se agolpa miserablemente bajo la parada de un colectivo.  En alguna parte, en cama propia o ajena, alguien recibe un beso fugaz y comienza a  reptar (los ojos cerrados)  tras la tibia huella perdida de otro cuerpo que se va, que se fue, pero que no es impedimento para disfrutar de ese poquito de calor huérfano, antes de que se escape para siempre por entre los pliegues de sábanas vacías … En suma, era uno de esos días de uno de esos tantos inviernos con los que fui envejeciendo torpe, repentinamente y de los  que ya casi no recuerdo a no ser por este episodio: “Viajaba en mi “Fitito” por Gral. Paz rumbo a Lugano, la lluvia, aunque había menguado no dejaba de atacarme con finas ráfagas cruzadas desde mi ventana abierta apenas, para no empañar los vidrios, y también desde el frente al parabrisas, con gotitas de lodo que como proyectiles nos disparábamos desde los autos. El limpiaparabrisas iba y venía arrastrando restos de impactos y lluvia amarronada, limpiaba o ensuciaba y yo veía o dejaba de ver, me mojaba a veces  y subía el vidrio que se empañaba, entonces lo bajaba mientras volvía a mojarme y a volver a  subir el vidrio que se volvía a empañar de nuevo hasta obligarme a empezar otra vez, solo para mantener el  delicado equilibrio entre la vida y la muerte. De repente, borrosas luces rojas por todas partes…. algún que otro chirrear de neumáticos, nerviosismo, gritos, bocinazos: todo el tráfico se convierte en una extensa caravana mortuoria, detenida por el ejercicio del derecho a la morbosidad propia del ser humano. El cuerpo humeante aún, sin vida de un hombre yacía en el asfalto, mostraba impúdico sus entrañas a los que querían y a los que no lo queríamos ver. Para beneficio del espectáculo público y castigo de los apresurados, la mayoría de los conductores comenzaron a entorpecer  desconsideradamente la circulación. Desde las ventanillas abiertas apuntaban con sus húmedos dedos y sus secos ojos para no perder la oportunidad de su vida de obtener todos los detalles de la muerte. Alguien maldijo porque llegarían tarde al trabajo, otros aguzaban los ojos para no ver y algunos, simplemente nos conmovimos unos instantes...”Recuerdo, sin ir más lejos, la época en que viajaba en tren y los jubilados comenzaban a mostrar las primeras heridas del desamparo- Disculpame pibe, yo que trabajé toda mi vida ahora te estoy “mangando” por un cacho de pan - no era poco frecuente que alguno eligiera suicidarse por esa vía, las del tren precisamente. He escuchado a pasajeros visiblemente enfadados con el difunto al enterarse de que se había arrojado justo en el carril por el que  viajaban, demorándolos. Me pregunté si ese hombre habría imaginado una muerte así, si tendría parientes, quién lo esperaba, hasta que no recuerdo cuando dejé de hacerme preguntas. Dejar de hacerme preguntas es algo que aprendí hace tiempo, cuando aún me preguntaba para qué vivía o cosas como esas. Está claro que uno vive porque sí, aunque no encuentre ninguna buena razón - de última se  inventa una - aunque sea necesario apretar los dientes, morder el polvo y resistir. Reconozco que soy un sobreviviente; tal vez ni una de las células de mi cuerpo es la misma que entonces, pero sin duda sigo siendo yo: sobreviví a mis torpezas, a mis limitaciones, a mis enfermedades y accidentes, a mi propia estupidez, a mí mismo. Miro atrás y veo cómo me sobreviví…cierto, más a lo “Alien” que a lo “Rambo”, con un poco de suerte en algunos casos, pero la verdad es que estoy acá. Algunas veces  la razón y otras la sinrazón fueron las que me impulsaron a seguir. He aprendido a moverme dentro de esta ambigüedad sin sentido, a mentirme descaradamente, a decir que soy feliz, que todo esta bien o que esta mal pero mejorará, que realizaré todas mis ilusiones pero más adelante; hasta sonrío y todo, como si lo creyera. De alguna u otra manera siempre preferí vivir, partidario de la vida como soy (especialmente de la mía) solía decirme que desde la vida casi siempre es posible acceder oportunamente a la muerte, del sentido inverso en cambio... nadie puede asegurar nada. Reconozco que esa tontería me ha servido más de una vez, ya que de haberme arrojado al asfalto ahí mismo para acompañar al muerto en su muerte -¡de veras que lo pensé, maldita sea!- me habría perdido  algunas de las buenas cosas que viví después, pero en fin, como dije, ya no me hago tantas preguntas. “De ese día  poco más hay que decir, ya que el cadáver se acomodó lentamente a la monotonía vertiginosa de la vida ciudadana. Lo último que recuerdo de la gran caravana, es que siguió su curso, no sin antes despedir al finado con sentidos destellos de salvas de balizas, luces de stop  y sonoros bocinazos...”  Ah... casi me olvidaba… “La lluvia seguía mojándonos. En algún lugar se podía oír cada vez más próximo el resonar de una  sirena y a lo lejos, muy, muy a lo lejos, en un cielo que  ya no era el mío, algunos rayos de sol comenzaban a filtrarse furtivamente mientras aguardaba al lado del cuerpo  humeante aún,  a que me detuviera la policía. Jorge Tempio

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